jueves, 31 de diciembre de 2009

Despedida feliz

Aquél día en el hospital fue el último día que vi a mi abuelita con vida. Ese día lloré mucho, mucho más, quizá, de lo que llorara luego en el cementerio.

Mi abuelita siempre fue una persona vivaz, muy bromista, juguetona y ocurrente. Me cuesta trabajo recordarla sin una sonrisa pícara dibujada en su cara, y es por eso que me impactó y deprimió tanto verla acostada en aquella cama, pequeñita, flaquísima, con los ojos cerrados, sin poder articular palabra. Vi una charola con comida (yogurt y una fruta) que no comió. Me acerqué a ella y supe que estaba consciente sólo por un pequeño movimiento de su mano y un gemidito casi inaudible. Traté de mostrar entereza y no llorar, y en realidad no sabía qué decirle. Tenía pensado decirle “te amo”, pero a pesar de que en el fondo había aceptado que ella se marcharía, no estaba preparado para aceptar que esa fuera la última vez que nos viéramos en vida, así que le dije “te quiero mucho” y la besé en la frente. Le pedí que no se preocupara, que sólo se concentrara en estar bien ella. Como mi abuelita no podía hablar ni abrir los ojos, no permanecí mucho tiempo. Sostuve su mano unos instantes y ella me la apretó débilmente. Luego me fui.

Al salir no pude aguantar más y empecé a llorar desconsoladamente y me abracé a mi hermana, que quizá era quien más lloraba toda la situación.

A las cuatro de la madrugada, estando yo dormido, mi mamá, que se había quedado en el hospital junto con mis tíos, acompañando a mi abuelita, me llamó. Yo ya sabía qué venía: “Ya se nos fue”, dijo. Yo no lloré, sólo acepté la noticia, y enseguida mi hermana subió a mi habitación hecha un mar de lágrimas, diciendo “abuelita… abuelita…” Yo la abracé y casi me sentí orgulloso de no llorar, de parecer fuerte y de que mi hermana se apoyara en mí, pero no es sano aquello de aparentar cosas, y en realidad yo no tenía nadie a la mano que fuera más fuerte que yo, para que me pudiera apoyar en su hombro y así llorar. Llamé por teléfono a Nadia para decirle lo que había pasado, derramé un par de lágrimas y ella me reconfortó tiernamente.

Luego de eso, fui al trabajo una vez más. Salí temprano y fuimos a sepultar a mi abuelita, en el cementerio que está a unos pasos del trabajo. Casi no lloré nada mientras tanto, y me ocupaba de decirle a mi hermana, a mi madre y a mi hermano que fueran fuertes, los abrazaba y me mojaban el hombro con sus lágrimas. Cuando terminaron de sepultar a mi abuelita, me arrodillé frente a su sepulcro y hundí mi cara en las flores, para permitirme llorar desconsoladamente una vez más. Sólo una vez más.

Después seguiría el largo y deprimente ritual de los novenarios: nueve noches consecutivas de rezos y de luto.

La verdad es que esa idea me deprimía más ¿Por qué alargar tanto el ambiente depresivo? Si yo muriera lo último que querría es que mis seres queridos anduvieran deprimiéndose tanto tiempo, yo pensaba. Con esto en mente regresamos a casa, junto con toda la familia y amigos que llegaron a acompañarnos, y eran muchísimos. Todos llevaron pan, sodas, comida, y la casa se iluminó con mucha actividad, la cocina con muchas mujeres preparando el almuerzo, y de pronto, me sentí muy animado y todos nos sentimos muy animados. La gente nos abrazaba y nos besaba, nos ofrecían comida y yo comí ávidamente y mucho y muy rico. Y resultó, después de todo, que los novenarios (salvo la parte aburrida de la media hora de rezos) se convirtieron en eventos muy animados, llenos de gente y de familiares que vinieron de varios estados del país y hasta del extranjero para despedir a mi abuelita, que se quedaban en casa luego de los rezos a tomar café, leche o atole con pan de dulce, o a cenar y a compartir anécdotas curiosas y graciosas sobre mi abuelita (que no son pocas). Yo me quedé maravillado y conmovido de lo muy querida y amada que es mi abuela, y me sentí, o mejor dicho, nos sentimos muy acompañados, muy reconfortados y muy animados. Casi podría decirse que aquello fue una fiesta de despedida que se prolongó durante nueve noches.

“Ahora ya se acabó la gente y viene lo duro… acompaña a tu mami, no la dejes sola, consuélala”, me dijo una tía, cuando se terminó el último novenario. Y lo curioso es que casi no volvimos a llorar.

Una noche, mi madre me llamó para que habláramos, pues algo la tenía un tanto preocupada: que no estaba llorando mucho, ni se sentía tan deprimida como ella pensaba que debería estar, a sólo un mes o dos luego de la partida de mi abuelita. Hablamos mucho del tema y yo le dije a mi madre que en realidad eso era bueno. Que la forma en que se fue mi abuelita fue triste, pero que estaba segurísimo de que ella se quedaría más tranquila y contenta, estuviera donde estuviera ahora, si supiera que estamos tranquilos y no lloramos. En ese rato de hablar de lo que sentíamos al respecto, lloramos otro poco y de ahí en más, ahora, con el tiempo, tengo un recuerdo más bien grato de todo el tema. De vez en cuando (como ahora) lloro al recordar a mi abuelita, pero en realidad me siento feliz. Mi abuelita vivió una vida sencilla, pero de muy buena forma, plena de risas y de amor. Es obvio que quisiéramos que hubiera durado más, pero por lo menos me siento satisfecho, y todos quienes amamos a Josefina Vargas Olivos “La Chata” debemos estar satisfechos, y ella misma, mi abuelita Chata debemos todos sentirnos satisfechos de la hermosa vida que llevó en este mundo, y de las muchas risas y amor que nos dejó no como un recuerdo, sino como algo que llevamos presente cada día de nuestras vidas.

Cada que paso frente a su fotografía, le pongo un beso, con la yema del dedo índice en la frente, y le digo “te amo”, porque la sigo amando.